El nuevo código de Indias de 1792: interpretación y observaciones sobre su contenido y vicisitudes de elaboración

José María Vallejo García Hevia (Universidad de Castilla La Mancha)

Las Indias, el Nuevo Mundo de los siglos XVI a XVIII, e incluso del XIX, era enteramen-te eclesiástico, teocrático. No en vano, la América europea se había impuesto a la América indígena, conquistada por la Católica Monarquía de España y evangelizada por la Apostólica Iglesia Católica. Desde un punto de vista doctrinal, la Corona española siempre profesó, de-fendió y difundió, por sus Reinos europeos y americanos, los dogmas de la Iglesia; y, desde el jurisdiccional, hizo suyas las normas eclesiásticas, elevándolas al rango de leyes civiles, muy especialmente los decretos disciplinares del Concilio de Trento (1545-1563). Pero tam-bién es cierto que la Corona, y su Consejo Real de las Indias, siempre interpretaron los privi-legios y las concesiones pontificias de los títulos de conquista, de dominio territorial y de evangelización del Nuevo Mundo, así como otros derechos que le correspondían por costum-bre, u otros legítimos títulos, del modo más extenso y favorable posible para sus intereses temporales.

Carlos III, accediendo a una petición de dicho su Real Consejo, ordenó, en 1776, que la ya centenaria Recopilación de Indias, de 1680, fuese adicionada e ilustrada con las disposi-ciones promulgadas con posterioridad. Constituida una Junta de Leyes de las Indias o del Nuevo Código, encargada de tal cometido, su labor se prolongó, difusa y en ocasiones confu-samente, con una Guerra de la Independencia por medio, hasta 1820, resultando ser su único fruto tangible, en 1792, el Libro I, de tal Nuevo Código, aprobado, sancionado y promulgado por Carlos IV, pero no publicado. Eso sí, excepción hecha de una docena de reales cédulas, mandadas desgajar y circular, sucesiva y casuísticamente, para su pública aplicación por las autoridades gubernativas y judiciales indianas, entre 1789 y 1804. Este Nuevo Código de In-dias, aun sólo en su Libro I, pretendió ser la compilación de toda la legislación borbónica so-bre el gobierno eclesiástico de América. Y en él, ya desde su Título II, el Patronato Real aparecía como la institución que conformaba la clave de bóveda de esa legislación.

Desde luego, el de 1792, no  fue ningún Código, y sí una reactualizada Recopilación ofi-cial –una más del Derecho histórico castellano-, en este caso, indiana. La idea de Código, concebida por la Ilustración jurídica del Setecientos, se sustentaba en la negación teórica del orden político, y hasta económico y social, entonces existente, que era el del Antiguo Ré-gimen, de hondas raíces medievales. Lo que habría implicado, de serlo el de 1792, para las Indias, una esencial, constitutiva, contradicción, puesto que si el Código presuponía una con-cepción legislativa del orden jurídico, del que necesariamente se derivaba, antes o después, la presencia de un poder legislativo constituyente, ni podía existir tal poder, o estar represen-tado por el de los reyes de las Monarquías absolutas; ni las leyes codificadas subsistir, o si-quiera surgir, en el seno de un orden jurídico mediatizado, formalmente, por la doctrina y la historia, e ínsito, materialmente, en la servidumbre de sus seculares privilegios, excepciones y exenciones: corporativas, señoriales, jurisdiccionales (pluralidad y contradicción de fueros, el principal de ellos, frente a la jurisdicción real ordinaria, el eclesástico), de amortización y vinculación, etc.

El Nuevo Código de Indias no fue, por tanto, ni Nuevo, ni un Código, y ni siquiera ilustra-do. Frente a aquellos autores que conciben el Derecho español, del siglo XVIII, como una expresión normativa moderna, singular ante el racionalismo jurídico occidental, cuyo avan-zado absolutismo legal habría anticipado el proceso codificador decimonónico, hay que con-cluir que, por el contrario, el mal llamado Nuevo Código indiano era una recopilación anacró-nica, carente de novedad alguna en 1792. Mientras la Revolución Francesa prendía por toda Europa y era guillotinada, con Luis XVI, la Monarquía, parlamentaria desde la Constitución de 1791, en España seguía siendo considerada, la Monarquía absoluta, como la única forma admisible de gobierno, y profundizándose en el regalismo y la soberanía regia. En las actas de la Junta del Nuevo Código nada se debatió siquiera sobre la Constitución histórica o Leyes Fundamentales de la Monarquía hispana, ni sobre el equilibrio de poderes, en beneficio de los derechos y libertades de sus súbditos. Su única preocupación siguieron siendo las viejas regalías de la Corona, ancladas en la vetusta tesis del Real Patronato y Vicariato indianos.

El sorprendente hecho de que el Nuevo Código resultase promulgado, en 1792, pero no publicado, no fue por la oposición de la Iglesia a su presunto exacerbado regalismo, como se ha venido suponiendo, sino por una causa política evidente. En su política de cordón sanita-rio frente a la Francia revolucionaria, Floridablanca, ministro de Estado de Carlos III y Carlos IV, no quiso incomodar a la Iglesia con un regalismo más acentuado, en las Indias, que el de 1680. Y es que las autoridades eclesiásticas desde la Santa Sede, los clérigos en sus sermones, los frailes con sus predicaciones, y el Santo Oficio por las aduanas, persiguiendo ideas, adep-tos, libros y propaganda revolucionaria, estaban colaborando al sostenimiento secular de las cuestionadas Monarquías absolutistas. De ahí la vigencia secreta de una regalista Recopila-ción civil de materia eclesiástica, tan tradicional como esencial para el delicado equilibrio entre el Trono y el Altar, en la convulsa Europa finisecular del Antiguo Régimen.

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